Cristo murió por los impíos... por Horatius Bonar


“Y vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal” (Génesis 6:5). 

El testimonio divino acerca del hombre es que él es un pecador. Dios no da testimonio a su favor, sino contra él. Testifica que “no hay justo, ni aun uno,” que “no hay quien haga lo bueno,” que “no hay quien entienda.” Ni hay quien busque a Dios, y aun, nadie que le ama (Sal. 14:1-3; Rom. 3:10-12). Dios habla benignamente del hombre, pero también severamente. Habla como uno que suspira con su niño perdido, pero como uno que no se compromete con el pecado, y que de ningún modo tendrá por inocente al culpable.

Él declara al hombre ser un perdido, un descarriado, un rebelde, y un “aborrecedor de Dios” (Rom. 1:30). No es un pecador ocasional, sino un pecador continuo. No es un pecador en parte, con muchas cosas buenas acerca de él, sino completamente un pecador, sin ninguna bondad compensatoria. Es malo de corazón y vida, y está muerto en “delitos y pecados” (Ef. 2:1). Es un hacedor de maldad, y por lo tanto está bajo condenación. Es un enemigo de Dios, y por lo tanto está bajo ira. Es un violador de la justa ley, y por lo tanto está bajo “la maldición de la ley” (Gál. 3:10, 12). El pecador no tan sólo da a luz el pecado, sino también lo lleva consigo continuamente adondequiera que vaya como su compañero permanente. Él es un cuerpo o una masa del pecado (Rom. 6:6), un “cuerpo de muerte,” sujeto no a la ley de Dios, sino a “la ley del pecado” (Rom. 7:24, 23).

Hay otro, y todavía peor, cargo contra él. Él no cree en el nombre del Hijo de Dios, ni ama al Cristo de Dios. Este es su pecado de pecados. Que su corazón no está bien con Dios es el primer cargo contra él. Que su corazón no está bien con el Hijo de Dios es el segundo. Y este segundo es el pecado culminante destruidor, que recibe damnación más terrible que todos los otros pecados puestos juntos.

“El que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios” (Juan 3:18). “El que no cree a Dios, le ha hecho mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo” (1 Juan 5:10). “El que no creyere, será condenado” (Marcos 16:16). Por consiguiente, el primer pecado que el Espíritu Santo redarguye al hombre es su incredulidad: “Cuando él [el Espíritu Santo] venga, convencerá al mundo de pecado, por cuanto no creen en mí” (Juan 16:8-9).

Al hombre no le vale la pena de abogar en favor de si mismo, ni negar la acusación, a menos que pueda demostrar que ama y siempre ha amado a Dios con todo su corazón y alma. Si puede verdaderamente decir eso, pués él está bien; no es un pecador, y no necesita perdón. Él se encaminará al reino sin necesidad ni de la cruz y ni del Salvador.

Pero si no puede decir eso, que su “boca se cierre” y “quede bajo el juicio de Dios.” No importa cuán favorablemente él y otros juzgan su caso ahora mismo por razón de su vida externamente buena, el veredicto será dictado contra él en el tiempo venidero. Hoy es el día del hombre, cuando los juicios del hombre prevalecen; pero el día de Dios viene, cuando el caso será juzgado por sus méritos reales. Entonces el Juez de toda la tierra hará lo que es justo, y avergonzará al pecador. Este es un veredicto divino, no humano. Es Dios, no el hombre, quien condena; y Dios no es hombre, para que mienta. Este es el testimonio de Dios acerca del hombre, y sabemos que su testimonio es verdadero. Nos concierne muchísimo recibirlo como tal, y actuar en consecuencia.

“Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más” (Isa. 45:22), un “Dios justo y Salvador” (v.21). “Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar” (Isa. 55:7).

Fije su ojo, el ojo de fe, en la cruz, y vea estas dos cosas: a los crucificadores y al Crucificado. Vea a los crucificadores, aborrecedores de Dios y Su Hijo. Ellos son usted mismo. Lea en ellos el carácter de usted mismo. Vea al Crucificado. Él es Dios mismo, amor encarnado. Es Él quien creó a usted, Dios manifestado en carne, sufriendo, muriendo por los impíos. ¿Puede dudar de su gracia? ¿Puede guardar pensamientos malos acerca de Él? ¿Podría pedir algo más para despertar en usted la más completa e ilimitada confianza? ¿Mal interpretaría usted aquella agonía y muerte, diciendo o que ellas no significan gracia, o que la gracia que ellas significan no es para usted? Traiga a su mente lo que está escrito: “En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros” (1 Juan 3:16). “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 4:10).



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